Desde que existe consciencia (e inconsciente¹) en nuestra historia, el ser humano ha venido generando representaciones de todo tipo en las que, de forma intencionada o no, su cultura y forma de vivir han quedado plasmadas para la admiración, la significación, el sentido, o la simple necesidad de expresión. En ellas, además de las intenciones o impulsos iniciales que les han dado vida, han quedado registrados tipos e inquietudes que revelan la naturaleza mítica del ser humano de forma que hoy en día podemos sentirnos ligados a cualquiera de estas representaciones por muy lejanas que se encuentren en el tiempo. Como manera para dar sentido y tangibilidad a esa energía que emana de nosotros de una forma que no podemos describir, pero que necesitamos real-izar, hacer real, encontramos en la representación externa factibilidad. En cada época se ha llamado y considerado de una forma u otra, pero en definitiva siempre nos lleva al mismo punto de encuentro. Dentro de nuestra cultura, hasta el siglo XVII los “hombres” poseían un espíritu del que emanaba tal “gracia”, mas la elevación de la razón llevó a conceptos más científicos, entrando en juego la palabra psicología donde antes reinaba la filosofía (Jung, 1988). Otros pueblos y tradiciones han llamado a este espíritu manáwakanda u oki, y en nuestro presente solemos referirnos a la misma energía en el trato cotidiano, y a la líbido dentro de ciencias como el psicoanálisis (Haber, 1986). Para Carl Gustav Jung, médico y filósofo, principal detonador de la ciencia y la teoría acerca de lo que hoy llamamos, gracias a él, inconsciente colectivo, sería precisamente el símbolo esa representación externa de lo interno y a priori incognoscible, eso que nos conforma y nos da identidad, pero que se encuentra anclado en nuestras profundidades de una forma tan arcaica que no podemos reconocer conscientemente. Se trata de los arquetipos, como el mismo Jung los ha calificado, posteriormente a que Freud se acercase a tal concepto desde la denominación de “remanentes arcaicos”, pero bajo una teoría sustancialmente distinta.

Para Jung, estos tipos arcaicos o imágenes primordiales se definen como cierta forma de instintos que “se manifiestan en fantasías y con frecuencia revelan su presencia solo por medio de imágenes simbólicas (…). No tienen origen conocido; y se producen en cualquier tiempo o en cualquier parte del mundo, aun cuando haya que rechazar la transmisión por descendencia directa o «fertilización cruzada» mediante migración” (Jung, 2002, p. 66). Es, así, el arquetipo, tal parte oculta, expresada simbólicamente, y ante todo, inconsciente, que aparece en las representaciones que el ser humano ha venido realizando desde sus orígenes, con las intenciones pertinentes en cada momento, y que revela de tal forma su verdadera naturaleza originaria, la cual a través del tiempo podemos contemplar y conectar de forma inusitada. Tal es su carácter arcaico e inconsciente, que está en nosotros desde el origen y se manifiesta en todo aquello que creamos, precisamente sin nosotros pretenderlo, y sin poder comprenderlo muchas veces: “el arquetipo es una tendencia a formar tales representaciones de un motivo, representaciones que pueden variar muchísimo en detalle sin perder su modelo básico” (ídem).

Una de estas formas de representación ha sido, desde literalmente las cavernas, la representación visual. Como creación humana que es, ha ido evolucionando de igual forma que lo ha hecho nuestra psique y, en consecuencia, nuestra forma de vida y tecnología. Lo que hace no tanto tiempo todavía eran pigmentos elaborados por los propios artistas, hoy se ha convertido en un conjunto de factores matemáticos que dan lugar a lo que llamamos imagen digital. Donald Kuspit realiza en Arte digital y Videoarte una interesante y hermosa reflexión acerca de cómo el escaso trazo que había dado lugar al Impresionismo en la segunda mitad del siglo XIX se convirtió en poco tiempo en Puntillismo, hasta llegar al píxel con el que contamos hoy en día para producir imagen tanto estática como en movimiento, algo todavía impensable en aquel no tan lejano pasado (Kuspit, 2006). En realidad, la alta tecnología con la que contamos hoy y de la que nos sentimos tan orgullosos, en cuanto a producción de imagen, fue ya en concepto desarrollada por aquellos postimpresionistas, que supieron hábilmente discernir (evidentemente también llevamos por los últimos descubrimientos científicos de la época, en cuestión de color y óptica) de lo que engañosamente el ojo nos presenta como algo completo, y concebir la imagen completa como un conjunto de puntos minúsculos. He ahí, nuestro tan posmoderno píxel.

E igualmente que la prehistoria desarrolló sus propias e intuitivas (algo que en realidad todavía no podemos afirmar) formas de representación pictórica, así lo hizo la era clásica, el medievo, y cada una de las diferentes etapas por las que ha pasado nuestra historia; así lo hacemos nosotros actualmente en lo que nos damos a llamar posmodernidad. Y la forma por excelencia de representación en tal posmodernidad, si bien hay muchas, es la audiovisual. Superada la edad de oro de la plástica estática, lo cual ha supuesto muchos siglos y debates, en nuestra actualidad el desarrollo de la ciencia y la tecnología, de una forma cada vez más tropezada y convulsiva (como así lo establecieron los movimientos de vanguardia hace tan solo un siglo y hasta hace muy pocos años) y, sobre todo, el desarrollo de la comunicación de masas, ha llevado a la generación de nuevas formas de representación acordes a tal realidad. Así como el Renacimiento elaboró sus nuevos valores de perspectiva en su empeño antropocentrista, o la tendencia Pop se diseñó en torno a la fiel reproducción de los efectos de la nueva sociedad televisiva y de masas, la era posmoderna centra sus ansias en la presentación de imágenes que igualmente den forma a los cambios, realidades y estilos que las nuevas sociedades están experimentando. Dentro de la diversidad caótica que esto puede suponer, y que aún no somos capaces de definir teóricamente, en la práctica solo nos basta pararnos un momento y observar a nuestro alrededor. Los impactos audiovisuales y el desarrollo de la tecnología en todos los ámbitos, pero sobre todo en éste mismo (imagen y sonido), dan forma a nuestras vidas, a nuestro día a día. En el corto período de unos 40 años, nuestra realidad en torno a este sentido ha cambiado radicalmente. Y los productos que como sociedades generamos dentro de tal panorama no hacen sino reflejarlo. Son las evidencias de nuestra cultura, de una época más. Pero, si hay algo que a lo largo de toda esta nuestra historia ha permanecido constante, esos son los arquetipos, base del sistema instintivo del ser humano, común a todos los hombres y mujeres, innato y constante. Es el inconsciente colectivo, que aún apareciendo representado simbólicamente de millones de formas diversas en cada momento, sigue invariable en su esencia. Como Jung expresa, “a pesar de que la forma específica en que se expresan es más o menos personal, su modelo general es colectivo. Se encuentran en todas partes y todo tiempo, al igual que los instintos animales varían mucho en las distintas especies y, sin embargo, sirven para los mismos fines generales (…). A semejanza de los instintos, los modelos de pensamiento colectivo de la mente humana son innatos y heredados. Funcionan, cuando surge la ocasión, con la misma forma aproximada en todos nosotros” (Jung, 2002, pág. 72).

Cuando Jung escribe “innatos y heredados”, se refiere a aquellos arquetipos que son comunes en todos los seres humanos y épocas, los universales, y aquellos otros que dependen del momento y la sociedad concreta en la que se inscriban y surjan, los culturales. De una forma u otra, este tipo de imágenes revelan aquello que nos conforma y confirma como seres humanos, y aunque aparecen en todo tipo de momentos a lo largo de nuestras vidas, tanto materiales como abstractos, es en las representaciones físicas que hacemos donde quedan plasmados y revelados para la posteridad.

Así, desde los tiempos más remotos, o al menos los conocidos o intuidos por nuestra sociedad actual, el ser humano ha tratado, ha través de la representación visual, de emular su percepción de la realidad, lo que significa, de expresar sus emociones y convicciones, poniendo en relación el mundo interno con el externo. De esta forma, cualquiera que fuese el motivo primario e impulsor, se ha conseguido dar materialidad a aquello que definitivamente nos convierte en seres humanos, y que no es precisamente nuestro cuerpo físico, sino nuestra mente o, a quienes lo prefieran, nuestro espíritu.

El impulso artístico ha servido a religiones y pueblos, políticas y expresiones culturales, colectivas e individuales, contemplativas y provocadoras. Tras tal incansable búsqueda, se esconde un ansia de comprensión, de forjar lo real de lo imaginario, de convicción: el dar existencia tangible a aquello que no la posee pero que, sin embargo, es el motor de nuestra vida: los sentimientos, los pensamientos, las intuiciones. En definitiva, nuestra actividad mental. “Pienso, luego existo” es una de las grandes afirmaciones de la humanidad. Porque cierto es que, sin tal actividad, no habríamos salido todavía del nivel instintivo. Por ello, sabemos que la verdadera realidad se encuentra en las percepciones, en las ideologías, en las culturas. Nuestros razonamientos, pero también nuestras intuiciones, son los que verdaderamente aportan sentido a la existencia y los que la hacen real a un nivel humano.

Sin embargo, y como se ha introducido, desde el siglo de las luces², el comienzo del imperio de la razón sitúa al método científico como aquello únicamente válido para dar crédito a cualquier afirmación o hecho. Esto significa que la realidad y aquello que puede ser juzgado como verdadero o falso, dependen solo de su demostración empírica. Esto es, tangible, física. Por ello, el ser humano, que en otras épocas había podido contar con una forma de conocimiento e interpretación del mundo simbólica, debe ahora justificar todo lo que piensa de tal forma, si es que quiere atribuirle algún valor real.

Lo que la ciencia puede justificar, se convierte automáticamente en universal e indiscutible, hasta que se demuestre lo contrario. Ésta ha sido la forma en que hemos entendido el mundo desde entonces. Por ello, hoy en día, nuestra sociedad necesita, de algún modo, justificar sus percepciones de la realidad a través de algo que pueda hacerlas tangibles. Se ha convertido en una especie de síntoma, una forma de neurosis de la que todavía no podemos curarnos. Se trata de aquel ansia que nos impulsa a generar productos de ideas, a un nivel personal.

Ha sido a partir del siglo XIX cuando el arte comenzó a convertirse en una forma de vida, una forma para la expresión, cuando antes había sido un instrumento, un trabajo de artesanos, una técnica. Es la forma en que, inconscientemente, hemos tratado nuestra neurosis, nuestra necesidad de hacer reales nuestros pensamientos, nuestras percepciones y sentimientos, y no caer así en una espiral de sinsentido e irrealidad; es la forma de hacer tangible, científicamente, nuestra realidad interior y nuestra forma de percibir la exterior, aquellas que de verdad configuran nuestra vida: que nos mueven y dan sentido a la existencia. Además, si hay un sentido en el ser humano por excelencia, y sobre todo dentro de tal ideología, ése es la vista. ¿Cómo podría ser demostrado (es decir, ¿cómo se podrían dar muestras?) aquello que no podemos ver con nuestros propios ojos? No se han aceptado ciertas teorías hasta que el microscopio y otros instrumentales tecnológicos han sido desarrollados. La vista, el sentido más importante para el ser humano, con el que reconoce el mundo, es nuestra apuesta más segura a la hora de ganar en hacer real nuestra realidad personal (lo que significa, hacerla universal, indiscutible, hacer que forme parte de la única realidad que debe regir el mundo e incluir a todos aquellos que se mantienen cuerdos), “si no lo veo, no lo creo”.

Con todo esto, la representación visual ha sido una de las formas más recurridas a la hora de crear nuestro mundo material, pero simbólico. Ha sido la forma en la sociedad, que desde entonces y hasta ahora, ha dado vida física al mundo interior que realmente le aporta sentido y existencia: ha sido la forma de adaptar nuestra naturaleza a nuestra cultura.

A través de tales representaciones, por ello, podemos asistir a la plasmación de todo el simbolismo que ha configurado a la realidad humana desde el principio de los tiempos, y en cada época concreta. Tales modos de expresión, vitales, están cargados de aquellos tipos que no dependen de la ciencia o de la razón, sino de nuestra misma naturaleza. Al realizar nuestro interior, dejamos huella visual de todo el imaginario por el que concebimos psíquicamente al mundo, y generamos los llamados símbolos, dotando a las diferentes realidades de importancia psicológica. De hecho, como afirma Aniela Jaffé en El hombre y sus símbolos, el arte contemporáneo se ha configurado como un símbolo en sí mismo, en cuanto se revela como “la condición psicológica del mundo moderno” (Jung, 2002, p. 229). En este sentido se ha expuesto la reflexión previa. Las representaciones visuales de nuestra era se han convertido en una forma de expresión individual, pero también colectiva, puesto que aquello que late en lo más profundo de nuestro ser se ha venido manteniendo desde los tiempos más remotos conocidos. Cultural en el primer caso, universal en el segundo, y obviando el sesgo provocado por la propia experiencia individual del creador en cuestión, todo lo que rescatamos del análisis de una producción artístico-visual humana es material arquetípico y simbólico, una demostración del estado de una cultura en un momento determinado. Porque además de nuestro inconsciente individual, en el que elaboramos nuestras propias imágenes y nuestros propios símbolos, existe, como ha teorizado Carl Gustav Jung, un inconsciente colectivo, en el que, latentes, mantenemos ciertos tipos primordiales: “así como el cuerpo humano representa todo un museo de órganos, cada uno con una larga historia de evolución tras de sí, igualmente es de suponer que la mente esté organizada en forma análoga (…). El investigador experimentado de la mente de igual modo puede ver las analogías entre las imágenes oníricas del hombre moderno y los productos de la mente primitiva, sus «imágenes colectivas» y sus motivos mitológicos” (Jung, 2002, p. 65).

Ciertamente, antes de que pasemos a juzgar qué es arte o qué no lo es, cuestión completamente determinada por la efímera realidad social y cultural del momento, no podemos negar que el impulso original, esa expresión enérgica que ansía materializarlo, forma parte de nuestra naturaleza, y se configura, en su sentido más básico, como un mecanismo de supervivencia que nos permite exorcizar aquello que, naciente dentro de nosotros, es al fin y al cabo la realidad que conocemos. De esta forma, en la lucha constante entre lo interno y lo externo, ambos niveles realmente intangibles, construidos por nuestra mente consciente para situarnos en un espacio que podamos abarcar, el individuo ha necesitado exteriorizar su esencia, para que ésta, que determina quién es, se encuentre también en su realidad material, posible y segura, y exista como tal. Se trata de admitir la propia existencia, y de reconocerla, encontrando el equilibrio entre lo que creemos que somos y lo que certificamos que somos. Éste es el impulso de la creación; la voz del arte.

¹la aceptación de la existencia de un “supra” nivel separado de la consciencia dentro de la totalidad de nuestra psique, lo que hoy conceptualizamos como inconsciente, no ha tenido lugar hasta la época contemporánea (Jung, 1988).

2tal denominación es solo un ejemplo de cómo los símbolos, aquellos que dan representación a nuestro material arquetípico, nos han acompañado durante siglos. La luz nos acerca a la consciencia, lo que significa al estado despierto y cuerdo, lúcido, y nos aleja del inconsciente, de aquello que se encuentra abajo (se relacionan también los conceptos de altitud con los lumínicos), oscuro, oculto. La luz es además el día, así como la oscuridad la noche (el inconsciente se manifiesta de noche). Ideológicamente, por ello, se ha asociado la luz a la razón, a la verdad, pues además la luz es Dios. La iluminación nos eleva, y lo que se aparta de ella queda relegado al mundo de las sombras, con su correspondiente connotación negativa. Por ello, el concepto de inconsciente se torna oscuro y de difícil aceptación (Jung, 1988).

MENCIONES BIBLIOGRÁFICAS:

HABER, A. “Jung y el principio de sincronicidad. Arquetipos y símbolos” Enrique Santiago Rueda Editor, Buenos Aires 1986

JUNG, C.G. “Arquetipos e Inconsciente Colectivo” Paidós, Barcelona 1988

JUNG, C.G. “El hombre y sus símbolos” Biblioteca Universal, Barcelona 2002

KUSPIT, D. “Arte Digital y Videoarte”, Círculo de Bellas Artes, Madrid 2006

María Álvarez Estévez  (El presente artículo es parte de una memoria de DEA que lleva por título “El videoclip. Espacio simbólico de la posmodernidad”)