Caminos separados
Por pura casualidad, estas elecciones presidenciales de Estados Unidos me han pillado repasando algunos textos de los principales teóricos y padres del liberalismo de los siglos XVII y XVIII a propósito de que ha caído en mis manos el libro de José María Lassalle, Liberales. Al margen de la muy interesante tesis que sostiene el actual Secretario de Estado de Cultura español -los orígenes del liberalismo se encuentran en la confluencia del humanismo renacentista y del puritanismo religioso en un individualismo virtuoso que dista mucho del individualismo egoísta con el que en ocasiones se le relaciona- recordar a los Padres Fundadores, y a los autores ingleses y escoceses que les influyeron, es muy pertinente en un día como hoy.
Los Estados Unidos de América han sido, y todo dice que seguirán siendo, un oasis de libertad y democracia sin igual. Lógico cuando su propio nacimiento fue un experimento de laboratorio llevado a cabo por científicos sociales que no sabían que lo eran, pero que desarrollaron de cero y en un escenario virgen las teorías liberales y republicanas que se venían publicando en Gran Bretaña desde que alrededor de John Locke y del conde de Shaftesbury se conformara el partido whig entre los defensores de la propiedad y la libertad de conciencia frente al absolutismo de los Estuardo.
Valores como la libertad, la propiedad o la independencia intelectual que hoy incorporan todas las constituciones democráticas, y que muchos creen que no existieron antes de la Revolución Francesa, conforman una idea de sociedad libre que alcanza su mayor esplendor con la Declaración de Filadelfia de de 1776. De Cicerón a Maquiavelo, de Milton a Locke y de Adam Smith a Franklin, Jefferson o John Adams.
Era precisamente la élite intelectual europea la que hubo de emigrar a América ante las persecuciones religiosas que los monarcas ingleses del siglo XVII mantuvieron contra los puritanos y protestantes calvinistas que se organizaban en comunidades pequeñas y rechazaban tanto el poder de Roma como el de la Iglesia de Inglaterra. Ese grupo de propietarios, miembros de la gentry -una suerte de clase media de la época-, demandaba que se les reconociera la libertad religiosa y se les respetaran sus propiedades apelando al derecho natural que hace a los hombres libres e iguales ante Dios. Esta amalgama ideológica político-religiosa supo empastarla muy bien John Locke en los años previos a la Revolución Gloriosa de 1688 y fue el germen de los Estados Unidos.
Las élites de las colonias imaginaron una sociedad de hombres libres sin monarcas ni poderes arbitrarios y construyeron un entramado institucional que se cuidaba muy mucho de repartir los poderes, respetando el sacrosanto valor de la libertad individual entendida como individualidad virtuosa de cada persona frente al resto, capacidad de poder desarrollarse y triunfar basándose en el esfuerzo y la tenacidad (el conocido como “American dream”). Vaya, que hicieron lo que el resto de estados europeos tras sus respectivas revoluciones liberales pero con la ventaja de contar con una sociedad profundamente liberal de la que no había que extirpar privilegios. Una envidia.
Todo esto viene a cuento de que, compartiendo Europa y Estados Unidos su pertenencia a la comunidad occidental con lo que ello significa, todavía queda mucho de esa virginidad con la que surgió América sobre los cimientos de teorías enraizadas en lo mejor de nuestra trayectoria cultural y política desde la Grecia antigua: la consideración de cada ser humano como la unidad básica, el sentimiento de comunidad dentro de una versión virtuosa y cooperativa de ese individualismo, la participación de los ciudadanos en cualquier asunto de su incumbencia en un sistema de representación indiscutido, etc. Lo mejor de esta Europa nuestra en un sistema puro imposible de conseguir en un viejo continente lleno de aristas, “hechos diferenciales”, conflictos larvados, instituciones arcaicas e ideologías estatalizadoras. Es cierto, no obstante, que determinados elementos del estado del bienestar que nos es tan consustancial a los europeos podrían paliar las desigualdades tan grandes que existen en la sociedad norteamericana, siempre sin correr el riesgo de desnaturalizarla.
Los liberales europeos sentimos admiración y envidia de Estados Unidos. Los descendientes de los alumnos aventajados de nuestros mejores ilustrados nos dan lecciones en cada elección demostrando que los pueblos que se quieren unidos y libres -de gobiernos, de poderes económicos o sindicales-, y que confían en sus posibilidades sin fisuras, pueden llegar a donde se propongan. A liderar el mundo con un relato basado en sus valores, por ejemplo. O a permitir que el hijo de un inmigrante keniata rija sus destinos otros cuatro años más.
Adrián Ibáñez