“Dünyadaki en zor şey, Türkleri ayağa kaldırmaktır.

İkinci en zor şey de tekrar yerlerine oturtmaktır.”

Levantar a los turcos es lo más difícil en el mundo.

Que se vuelvan a sentar es la segunda cosa más difícil.

Mustafa Kemal Atatürk

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Fuente: http://occupygezipics.tumblr.com/

Miedo, silencio y apatía hacia la política. Desde la represión que siguió al último golpe de estado en 1980 podíamos percibir estos estados de ánimo en el común de los ciudadanos turcos. Hasta hace sólo unos días.

Los turcos llevan sufriendo desde largo tiempo una cultura política muy represiva. Recordemos que Turquía es uno de los países con mayor número de periodistas y escritores entre rejas por sus críticas hacia el establishment turco; que sitios web como youtube o El Mundo estuvieron censurados en el país hasta fechas muy recientes; que incluso funcionarios turcos han sido procesados por lanzar críticas al gobierno desde las redes sociales, aun fuera del horario laboral. Toda manifestación, cualesquiera que fueran las reivindicaciones, contaba siempre con un amplio despliegue policial; toda huelga era respondida con despidos masivos (véanselos centenares de empleados de Turkish Arlines despedidos vía sms en el contexto de la huelga que vivió la aerolínea en 2012); hablar de política en público estaba mal visto; presenciar una manifestación era sinónimo de temor ante la llegada inminente de la policía.

Cierto es que buena parte de lo antedicho sucedía desde mucho antes de la llegada al poder del actual primer ministro Tayyip Erdoğan, líder del Partido de la Justicia y el Desarrollo (AKP), allá por el año 2002. De hecho tanto él como su partido han conocido la represión. El AKP anduvo cerca de ser ilegalizado por el Tribunal Constitucional turco en verano de 2008, y el propio primer ministro conoció la cárcel tras recitar, a finales de los noventa y siendo alcalde de Estambul, aquellos versos que decían: “los alminares son nuestras bayonetas, las cúpulas nuestros cascos, las mezquitas nuestros cuarteles y los creyentes nuestros soldados”. Por aquellos años el ejército, la judicatura y la academia seguían siendo los máximos garantes de los principios kemalistas que sustentaban el régimen constitucional turco: la integridad territorial del país y la laicidad del Estado.

Los fines políticos de Tayyip Erdoğan parecían inicialmente legítimos a ojos de un extranjero: pretendía acabar con la excesiva influencia que la cúpula militar seguía ejerciendo sobre la vida política del país; cumplir las exigencias de Bruselas para allanar el camino hacia la adhesión de Turquía en la Unión Europea; y normalizar el islamismo como opción ideológica a semejanza de los partidos europeos democratacristianos. En pocas palabras, insertar el islamismo moderado en el juego político e institucional para llevar mayores cotas de democracia a Turquía. La práctica ha sido bien distinta: Erdoğan ha descabezado el ejército (caso Ergenekon); ha llevado actuaciones poco acordes a la legalidad para situar a personas afines en otros órganos del Estado como el Tribunal Constitucional o el Consejo Superior de Jueces y Fiscales; ha conseguido un notable control, cuando no la dirección, sobre los medios de comunicación más importantes a través de amigos y familiares; y ha emprendido reformas constitucionales para transformar el régimen parlamentario turco en un sistema presidencialista puro que le permita ahondar en su viraje hacia formas de gobierno más autoritarias.

No obstante, al primer ministro turco también le han salido competidores en la retaguardia. Hablamos del movimiento islamista de Fethullah Gülen, proscrito durante décadas en Turquía, Rusia y otros países túrquicos de Asia, y que en los últimos años ha ido extendiendo sus tentáculos por universidades y academias, cuerpos policiales y fiscalías, ministerios y gobernaciones civiles, aquello que en Turquía se conoce como el “Estado profundo”. Hasta tal punto que el año pasado, por primera vez en la historia reciente de Turquía, se emitieron monedas de una lira que, en lugar de contener la efigie de Mustafa Kemal Atatürk, conmemoraban el vigésimo aniversario de un evento privado financiado en parte por el movimiento, como fueron las olimpiadas de Estambul en 1992. Algo inimaginable para el turco medio hace sólo unos años. El movimiento Gülen cuenta con la bendición de Occidente, pues es sionista y tiene muy buena reputación por su labor formativa en ciencias y deportes. Tema tabú entre los turcos, criticar el movimiento en público era cuando menos arriesgado por las consecuencias que podía acarrear.

De cara al exterior, el primer ministro turco había conseguido cierto prestigio en la escena internacional. Turquía, con una economía boyante, y ante el portazo de la Unión Europea, centraba su política exterior hacia los países del Magreb, Oriente Medio y Asia Central. Muchos medios occidentales veían en el concepto de “democracia avanzada” de Tayyip Erdoğan el mejor ejemplo a seguir para los países árabes en el contexto de las revoluciones de Túnez y Egipto. En realidad era un puro eufemismo. Y es que ante el conflicto sirio Erdoğan ha tratado de manipular a su propio pueblo para encaminarlo hacia la guerra con Siria. Así, tras los atentados de mayo de 2013 en Reyhanlı (provincia de Hatay, fronteriza con Siria), en los que murieron al menos una cincuentena de personas, Ankara acusó rápidamente a los servicios secretos sirios de su autoría, a la vez que un tribunal local imponía la censura sobre todas las publicaciones visuales, escritas y sonoras que girasen en torno a los atentados, supuestamente para no poner en riesgo la investigación. Como cortina de humo, el Parlamento turco aprobó la semana pasada una ley que endurecía la publicidad, la venta y el consumo de alcohol. La medida se enmarca en la agenda islamista del gobierno, que ha querido entrometerse también en cuestiones de sexualidad como besarse en público, restringir la ley del aborto o fomentar el uso del velo entre las mujeres.

Pero la mecha que ha prendido fuego en el hartazgo de la sociedad turca la encontramos en el violento desalojo de los manifestantes que acampaban en el Parque Gezi de Estambul, próximo a la emblemática plaza de Taksim, la madrugada del pasado viernes 31 de mayo. Las acampadas pacíficas respondían al proyecto de edificar un centro comercial en uno de los escasos parques del centro de Estambul. Y es que tras esos planes se escondían oscuros intereses económicos del propio viceprimer ministro turco. La violencia, el caos y el horror desatados por la policía antidisturbios en los alrededores de Taksim y de la Avenida Istiklal contra los defensores del parque desataron la ira de miles de estambulitas que, al fin, dieron rienda suelta a su indignación. Pese a la censura de los medios turcos, las redes sociales atestiguaron cuanto acaecía en Estambul, y rápidamente se multiplicaron las marchas y concentraciones en otras muchas ciudades turcas como Esmirna, Ankara, Eşkişehir o Adana. Los habitantes de la Turquía profunda, rural y aislada digitalmente, ignoraban lo que les relataban sus amigos y familiares desde las grandes urbes.

La mañana del sábado 1 de junio miles de estambulitas del lado asiático cruzaban a pie uno de los puentes sobre el Bósforo o desembarcaban en los muelles de la zona europea, con el objetivo de ocupar Taksim y todo el distrito de Beyoğlu. Ya por la tarde la policía se veía obligada a abandonar la zona, y el júbilo se extendía entre los manifestantes, que celebraban la victoria. En la madrugada del domingo Estambul era un clamor popular, hasta en los barrios más periféricos: los vecinos hacían ruido desde sus balcones y gritaban contra los agentes antidisturbios que pasaban por las calles, al tiempo que otros tantos bajaban de sus apartamentos y, cacerola en mano, protestaban como no habían hecho en mucho tiempo. En la jornada del domingo los combates más violentos se vivieron en el distrito de Beşiktaş (Estambul) y en la capital, Ankara. En esta última, los manifestantes trataban de alcanzar el Parlamento y la residencia del primer ministro, sin éxito.

El alcalde de Ankara escribió por Twitter que él y los suyos podrían reducir a todos los manifestantes al agua de una cuchara (una expresión turca que no significa otra cosa que acabar con ellos); y Erdoğan declaró que los manifestantes deberían ser colgados de los árboles, que son unos alcohólicos y unos çapulcular (“saqueadores”, con la acepción más moderna de “perroflautas”). El primer ministro partió este lunes de viaje oficial a Marruecos. ¿Insensatez? ¿Menosprecio hacia los manifestantes? Todo lo contrario. A Tayyip Erdoğan, habituado a emplear un lenguaje grosero, le gusta provocar. Ello alimenta más si cabe la ira de los manifestantes, pese a los intentos de apaciguamiento del Presidente de la República. Buena parte de los manifestantes volverían a sus casas si Erdoğan se disculpara públicamente, pero no es ese su talante. Pasar unos días parece lo más aconsejable para quien, lejos de pedir perdón, endurece su discurso. Mientras tanto los sindicatos han ido convocando huelgas de 48 o 72 horas para los próximos días. Nada del otro mundo si no fuera porque las huelgas generales están prohibidas. ¿Hasta dónde llegará la situación?

Carlos García Muñoz