La Organización para la Seguridad y la Cooperación en Europa (OSCE). ¿Una alternativa en la construcción europea? (I)
En la mayor parte de los discursos políticos, en casi todos los medios de comunicación y en la opinión pública en general, el concepto “Europa” aparece estrechamente relacionado con la Unión Europea. ¿Realmente esto es así? ¿Corresponde a la UE la “monopolización” del término “Europa”? ¿No hay más organizaciones europeas que la UE? ¿Es la integración supranacional que nos ofrece la UE la única forma de “construir Europa”? No deberíamos olvidar la existencia en el pasado y en el presente de otras organizaciones como el Consejo de Europa –que además, fue la primera organización europea surgida después de la Segunda Guerra Mundial-, la ya desaparecida Unión Europea Occidental –integrada hoy en la Política Europea de Seguridad y Defensa- y la Organización para la Seguridad y la Cooperación en Europa (OSCE), a la que nos referiremos en el presente artículo.
La OSCE tiene, ante todo, un problema serio de popularidad y padece un amplio desconocimiento, especialmente en la parte occidental del Viejo Continente: raras veces sale en los medios de comunicación, y cuando lo hace es por las misiones de observadores electorales que envía a países del Este o del Cáucaso o, hace unos lustros, por sus misiones en los Balcanes; precisamente, es en los países de Europa centro-oriental donde dicha organización, por los antecedes históricos que lleva consigo, goza de una mayor notoriedad y de un destacado reconocimiento.
En primer lugar, la OSCE es una organización multilateral y regional de seguridad bajo el amparo del Capítulo VIII de la Carta de las Naciones Unidas y cuya principal función es ejercer de instrumento de alerta temprana y de prevención de conflictos, así como de gestión de crisis y rehabilitación posconflicto. Está formada por cincuenta y siete Estados miembros: todos los Estados europeos, Estados Unidos, Canadá, las antiguas repúblicas soviéticas de Asia Central, los países del Cáucaso y Mongolia, ubicada ya en Extremo Oriente; de esa forma, su espacio regional de seguridad acoge una vasta zona geográfica entre Vancouver y Vladivostok, lo que convierte a la OSCE en la mayor organización de seguridad regional del mundo. Al contrario que el modelo integracionista de la UE –que es una entidad supranacional a la que sus Estados miembros le ceden cuotas de soberanía-, la OSCE tiene un carácter intergubernamental, que pretende establecer una “zona de seguridad” desde una cooperación interestatal. Al mismo tiempo, la OSCE cuenta con Estados “socios para la cooperación”, como Afganistán, Japón, Corea del Sur, Tailandia, Australia, Israel y todos los países de la ribera sur del Mediterráneo, a excepción de Libia. Por tanto, se puede apreciar que, para sobrevivir y autojustificar su existencia, esta organización se ha visto obligada a ensanchar sus fronteras geográficas.
1. Antecedentes históricos: el Acta Final de Helsinki y el proceso de institucionalización de la CSCE a la OSCE
Los orígenes de la Organización se remontan a los años 70, con la creación de la Conferencia sobre la Seguridad y la Cooperación en Europa (CSCE). La CSCE fue el principal y más destacado foro multilateral para el diálogo y la negociación entre el Este y el Oeste durante los años de distensión de la Guerra Fría. Su primera reunión fue la Conferencia de Helsinki, en la que participaron la URSS, casi todos los Estados europeos -salvo Albania y Andorra- y potencias extraeuropeas pero con tropas estacionadas en el Viejo Continente como Estados Unidos y Canadá, estas dos últimas por su decisiva participación en los asuntos de seguridad europeos. Tras casi tres años de negociación, el 1 de agosto de 1975 se firmó el “Acta Final de Helsinki”, rubricada por los treinta y cinco países participantes, entre los que se encontraba la España de Franco. Dicho documento, pese a no tener la naturaleza jurídica de tratado internacional, fue un acuerdo político por el que los Estados firmantes se comprometían a respetar los principios y decisiones que en él se contemplaban. Del texto de Helsinki destacaban dos aspectos fundamentales: en primer lugar, el respeto que todos los países participantes se comprometían a mantener a las fronteras surgidas en Europa tras la Segunda Guerra Mundial, so pena de modificaciones pacíficas, y que era la principal exigencia del Pacto de Varsovia; y la observancia de los Derechos Humanos y de las libertades fundamentales, que fue la condición sine qua non que plantearon los Estados occidentales para participar en el proceso de Helsinki.
Las reacciones a la firma del Acta Final de la CSCE fueron dispares: fue recibida con grandes recelos en Occidente, bajo las acusaciones de “rendición” ante el bloque comunista; mientras que en el Este hubo una sensación de gran alborozo: al fin las capitales del Pacto de Varsovia obtenían lo que tanto tiempo llevaban buscando, esto es, la “consagración” del statu quo territorial europeo. Sin embargo, existe un consenso historiográfico en señalar que esta Conferencia fue el “punto álgido” de la distensión entre bloques durante la Guerra Fría y, al mismo tiempo, el inicio del principio del fin del “telón de acero”. Y es que, efectivamente, en el Este el Acta de Helsinki también fue recibida con alivio por los grupos disidentes, que veían en sus cláusulas pro Derechos Humanos una esperanza para la progresiva liberalización de los regímenes comunistas. Así, brotaron distintos grupos como el Grupo de Vigilancia para los Acuerdos de Helsinki en la URSS; “Carta 77” en Checoslovaquia, fundado entre otros por el dramaturgo y futuro presidente del país, Václav Havel; o el “Comité de Defensa de los Obreros” (KOR) en Polonia, que tras un proceso de fusión de distintas plataformas opositoras acabaría derivando en el sindicato Solidarność (“Solidaridad”), el cual, liderado por Lech Wałęsa, se convertiría en la peor pesadilla para la dictadura comunista de Varsovia.
Después de Helsinki, hubo varias Conferencias de seguimiento o follow-up. La primera de ellas se celebró en Belgrado entre 1977 y 1978 y acabó en un sonoro fracaso; el rebrote de la disidencia en el Este al amparo del proceso de la CSCE y la posterior represión por parte de los regímenes comunistas hicieron imposible cualquier tipo de acuerdo. Entre 1980 y 1983 se celebró la siguiente reunión de seguimiento, y esta vez fue en Madrid; en la primera conferencia internacional que se celebraba en suelo español desde la de Algeciras de 1906, el país anfitrión, inmerso en un proceso de reforma democrática tras la dictadura de Franco, dejó su huella. Los antecedentes de Belgrado, la “segunda Guerra Fría” con el endurecimiento de la retórica bélica y la reafirmación de posiciones por parte del soviético Breznev y del nuevo presidente de Estados Unidos, Ronald Reagan, no hacían augurar nada bueno. Pero distintas iniciativas de países no alineados y un proyecto de resolución presentado por el presidente del Gobierno español, Felipe González, en junio de 1983, hicieron posible que en Madrid resucitase un proceso que parecía condenado al fracaso. El Mandato Final de la capital de España “actualizaba” algunos contenidos del Acta Final de Helsinki –por ejemplo, contemplaba la primera condena multilateral al terrorismo-, y concedía mayores cuotas de derechos en materia de libertad sindical y religiosa. Al mismo tiempo, se convocaban, además de foros especializados, una “Conferencia para el Desarme en Europa” (1984-1986) y una nueva reunión de seguimiento, en Viena, entre 1986 y 1989, que, en esta ocasión, se saldaron con un notable éxito; la llegada de Mijaíl Gorbachov al Kremlin, sus intentos de liberalización y el consiguiente relajamiento de la retórica de la Guerra Fría jugaron un papel determinante.
El 9 de noviembre de 1989 caía el Muro de Berlín y con ello, simbólicamente, se ponía fin a la división del Viejo Continente. El “imperio comunista” –con su principal factótum, la URSS- se desmoronó y la Guerra Fría llegó a su fin. Ello obligó a la CSCE a adaptarse a un nuevo contexto internacional: los problemas de seguridad de Europa comenzaron a brotar con vigor en el inicio de la posguerra fría, con la pronta desintegración de Yugoslavia y la posterior de la URSS; la CSCE debía, pues, reinventarse si quería afrontar con éxito los enormes desafíos que tenía por delante. En 1990 los Jefes de Estado y de Gobierno de la CSCE firmaron la “Carta de París para una Nueva Europa”, que proclamaba el inicio de una nueva era, basada en una “Europa libre y sin divisiones” y sentaba las bases para la transformación de una Conferencia diplomática sin base burocrática como la CSCE, en una organización permanente. De esa forma, el documento firmado en la capital de Francia contemplaba la creación de las primeras estructuras burocráticas de la CSCE, entre ellas la Oficina del Secretariado, cuya sede se instaló provisionalmente en Praga; al mismo tiempo, sus primeras misiones se fueron ubicando sobre el terreno.
La “nueva CSCE” tenía como objetivo primordial hacer frente a los nuevos desafíos planteados tras la inestabilidad creciente en muchas zonas de Europa del Este y garantizar la seguridad en esa zona del Viejo Continente, pero también más allá de sus “límites geográficos naturales”, especialmente en el Cáucaso y Asia Central. Por tanto, era necesario dotarla de unas verdaderas estructuras burocráticas. De esa forma, la Cumbre de Budapest de 1994 decidió que la CSCE, que ya era “mucho más que una Conferencia”, se rebautizase y pasase a denominarse “Organización para la Seguridad y la Cooperación en Europa”, la actual OSCE, y cuya sede se trasladaría de Praga a Viena. En 1999 se celebró un nuevo hito en la historia de la organización: la Cumbre de Estambul. En la misma se rubricó la “Carta de Seguridad Europea”, que proponía que esta organización ejerciera las funciones de “plataforma de seguridad cooperativa”, con el objetivo de coordinar a los diversos organismos e instituciones –entre ellos la UE y la OTAN- que velaban por la seguridad del espacio común euro-atlántico y euro-asiático, con el objetivo de evitar duplicidad de competencias.
En los inicios del siglo XXI, la OSCE tiene razones para ser optimista: para empezar, ha sobrevivido a su existencia; además, la prevención de conflictos y sus medidas para la resolución pacífica de los mismos han demostrado tener cierto éxito, llevando la paz y la estabilidad a buena parte de Europa. Igualmente, un factor a tener en cuenta es que la OSCE ha llevado a cabo métodos no bélicos para ejercer sus funciones; esto es, ejerce, parafraseando a Joseph Nye, el soft power: dicha organización no posee fuerzas militares a su servicio, como sí tienen la ONU, la OTAN, y hasta la UE. Sus métodos flexibles de prevención de conflictos y sus operaciones sobre el terreno para el fomento de la sociedad civil, en favor de la democracia y la estabilización han contribuido en buena medida al aumento de la seguridad y la estabilidad en muchas zonas de Europa como los Balcanes. En la actualidad, esta organización afronta nuevos problemas y retos a la seguridad como el terrorismo, para lo que ha creado estructuras ad hoc, sobre las que hablaremos en el siguiente artículo.
Por su parte, uno de los aspectos más destacados en la historia de la OSCE fue acoger en su seno a los países surgidos de la desmembración la Unión Soviética, que acudieron en masa a participar en la organización; y no sólo los del Báltico o el Cáucaso, sino también –y de forma especial- muchos de los nuevos Estados surgidos en la región de Asia Central, una de las zonas más calientes del planeta y que Zbigniew Brzezinski calificó de “Balcanes centroasiáticos” por su complejidad y heterogeneidad étnica. Para el resto de países miembros de la OSCE, garantizar la seguridad en ese área es primordial para garantizar la seguridad de Europa, como ha demostrado su reciente implicación en Afganistán. En el año 2010 se dio un hito histórico: Kazajstán se convirtió en el primer país de Asia Central en ejercer la Presidencia de turno de la OSCE, hecho que culminó con la Cumbre de Jefes de Estado y de Gobierno en Astaná.
Francisco José Rodrigo Luelmo