Diderot, en su famoso capítulo de la Enciclopedia sobre la corrupción, nos traslada con sus aforismos didácticos una máxima que, desde los griegos, se ha mantenido en la filosofía política: “Siempre me ha parecido más difícil hacer respetar rigurosamente las leyes buenas que eliminar las malas”.

El pensamiento ilustrado, heredero de una larga tradición europea de estudio del fenómeno político, era consciente de la mayor facilidad que siempre rodea a la creación de sentimientos de rechazo a lo negativo frente a los impulsos de acciones de construcción o mantenimiento de lo positivo. Las mayorías reactivas, aquellas que se forman principalmente en torno a la oposición de algo previamente establecido, son indiferentes a la heterogeneidad y pluralidad de nuestras sociedades complejas, por cuanto no necesitan siquiera de una coherencia mínima ideológica o de sentido político para vertebrar el rechazo social que destilan determinados presupuestos. Las mayorías sociales de acción, en cambio, son mucho más difíciles de construir, pues tienen como precondiciones básicas la existencia misma de un acuerdo positivo y deliberado sobre el que esa heterogeneidad social ha de manifestarse más allá de la pura reacción. Las formulaciones democráticas de proyecto, de creación ex ante de una idealidad objetiva a la que hay que subordinar la acción política futura a través de la articulación de acuerdos constructivos, cede estratégicamente, por su propia dificultad, ante la facilidad e inmediatez de la expresión simbólica del rechazo, el elemento más simple de agregar en la lógica electoral.

De aquí la tendencia en los últimos años (y aún décadas) de la dinámica electoral-representativa a su auto-reducción en la combinación periódica de la elección-sanción. Con anterioridad, la selección de los gobernantes poseía la doble legitimación de su designación y del respaldo a priori de sus previsibles y esperadas actuaciones, articuladas en torno a programas políticos sólidos, definidos y concretos que bebían de una ideología coherente. En la actualidad, si bien hemos de huir de la generalización simplista, la legitimidad (electoral-representativa) parece verse restringida a la mera designación, vinculada al rechazo y al juicio posterior de las acciones políticas previas sobre la base de un núcleo sustancial de valores y principios que, desde la exterioridad del devenir político diario, estructuran la opinión pública y el nivel de rechazo hacia los gobernantes. Así, la transparencia, la reputación, la calidad de los perfiles (el repetido mantra de “el gobierno de los mejores”) o la eficiencia en la gestión, junto al aderezo del rechazo, sustituyen como criterios de elección a las otrora aspiraciones programáticas de transformación en la que depositaban su confianza amplias capas de la sociedad.

Ello provoca una disminución y diseminación de lo político, banalizado en la gestión diaria y en su probable sanción posterior a través de los mecanismos electorales. Siguiendo a Pierre Rosanvallon, “los gobernantes ya no son aquellos en quienes se deposita la confianza de los electores, sino sólo aquellos que se han beneficiado mecánicamente con la desconfianza de la que se hace objeto a sus competidores o a sus predecesores”. La confrontación de programas políticos, de construcción concreta del futuro, queda relegada a un segundo plano, y aumenta en consecuencia una “visión limitativa y prudencial de lo político”, visión que constituía, precisamente, el eje del liberalismo decimonónico sobre el que, en no poca medida, intentan cristalizarse algunas visiones postpolíticas de eso que se ha venido en denominar “neoliberalismo”. En este sentido habla Louis Missilka de la “politización negativa”, al restringirse los compromisos solamente a favor de un rechazo, y no de una construcción positiva que desborde los límites del minimalismo “prudente” del pensamiento liberal.

Al no ser ya la perspectiva de un gran cambio o de una gran transformación la que mueve al ciudadano-elector, la política de la desconfianza, del control permanente y hasta del vilipendio continuo a los gobernantes, parece haber sustituido a la política de las ideas, a la política de los proyectos, limitándolas hasta el mínimum dentro de una esfera restringida por los gruesos límites que el pensamiento liberal siempre ha erguido alrededor de la, también muchas veces necesaria, prudencia.

Sin embargo, este aparente triunfo del liberalismo, que Judith Shklar denomina “liberalismo del miedo”, se ve truncado en la actualidad por la aparición de movimientos o partidos políticos en Europa que, por primera vez en mucho tiempo, tienen como propósito la ampliación o recuperación de lo político como campo conflictual, abierto y plural, en el que pueda aún mantenerse con firmeza proyectos de transformación social a pesar, o a costa, del estrecho margen que la institucionalidad supranacional europea deja a los Estados.

En España, la fulgurante aparición de un nuevo partido en la escena política, al que las encuestas llegan a situar como primero en la intención de voto, pivota en el difícil equilibrio de un parteaguas. Por un lado, se enfrenta a la necesidad democrática de esta recuperación de lo político y, por otro, a las deficiencias o carencias de la concepción diseminadora que presenta una mera acumulación de fuerzas negativas, de rechazo, sin la articulación de mayorías sociales de construcción positiva. La potenciación de la facilidad conformadora de mayorías reactivas que giran alrededor de conceptos difusos y ambiguos ligados al tacticismo y estrategia electorales, la hipertrofia de la denuncia y acusación de lo pasado y presente sin la definición de las acciones políticas de futuro concreto, o la inmediatez que caracteriza siempre a las acciones negativas, por la propia naturaleza directa de los compromisos a su favor; todo ello, unido al irrevocable discurrir del tiempo, juega en su contra.

Recuperar una democracia de proyecto frente a una democracia de rechazo, aprovechando sin embargo al máximo la virtualidad que esta última ofrece para los nuevos proyectos políticos, por su inmediatez y facilidad a la hora de conformar nuevas mayorías, es una de las principales aporías del presente político.

Si volvemos de nuevo nuestra mirada a los clásicos, veremos, como en tantas otras dimensiones de nuestra realidad, que no hay nada nuevo bajo el Sol. Ya Platón alertaba de la tensión que ha heredado el mundo moderno, y que como un metal candente, atraviesa el seno de nuestras democracias constitucionales: la del campo indefinido que existe entre el gobierno de la generalidad y lo abstracto del idealismo político, y el gobierno de lo pragmático que atiende y se entrega a la diversidad de la sociedad renunciando al ideal de la unicidad de un proyecto político definido. La misma tensión que subyace entre las necesidades de recuperar un ideal transformador y las dificultades de articularlo en nuestras sociedades plurales; entre la laboriosidad y el esfuerzo de construir un proyecto positivo, y la facilidad y eficiencia de configurar mayorías de simple rechazo negativo. Las paradojas, las contradicciones inherentes, al fin y al cabo, a la Democracia.

Gabriel Moreno González