Estado y sociedad. Una perspectiva democrática
“… el proceso de radicalización de la democracia (…) se trata de una lucha inmanente dentro de las instituciones para transformarlas y recalibrar la relación entre democracia y liberalismo. Esa es la identidad de las experiencias políticas de América del sur.” CHANTAL MOUFFE
Comparto una idea. Esta es que el empoderamiento del Estado y de la sociedad civil deben ir en la misma dirección en pos de una democracia sustancial y no solamente formal. Concebirlo de otro modo supone contradicciones que estimulan la aparición de lógicas autoritarias que se imponen desde uno u otro lugar sobre los más vulnerables.
El debate entre cuánto más Estado y cuánto más mercado deben primar en una economía no debería tapar otra cuestión aún más fundamental, esto es cuánto de política tiene la economía y de que formas, estatales y no-estatales, la política sujeta a la economía para que sirva al bienestar general.
El Estado constituye una herramienta poderosa y por eso mismo nos plantea el desafío de seguir propugnando su democratización. En su relativa autonomía respecto de los intereses que lo atraviesan puede impulsar o profundizar la democratización en las sociedades, pero a su vez es oportuno recordar que ese mismo Estado posee a su vez una institucionalidad, una forma de operar que en Latinoamérica se nos presenta todavía con rasgos autoritarios, y esto se comprende abordando la historia. Ayuda en este sentido recordar su conformación al calor de las fuerzas que impusieron una forma de insertarse al sistema internacional desde los tiempos de la colonia. Esto no es menos cierto cuando se hace foco en la sociedad.
Institucionalizar la democracia supone hoy un desafío que se abre en dos frentes: por un lado, empoderando las esferas de autonomía situadas en la sociedad civil para limitar al Estado en sus fases autoritarias; por otro, desde el mismo Estado limitando a aquéllos grupos de intereses que se han corporizado y que imponen lógicas autoritarias al resto de la sociedad.
No es que el Estado deba limitarse solamente a la manera puramente liberal, es decir, procurando que no abuse de su poder avasallando los derechos civiles, sino limitándolo también a la manera democrática sustancial, es decir, limitando su inclinación a reproducir desigualdades sociales que ponen en jaque el ejercicio pleno de esas libertades civiles.
Un Estado fuerte en sentido democrático es un Estado que ha conseguido coagular un ethos social con la legitimidad suficiente para ser considerado representativo de la sociedad a la que responde. La crisis de representatividad de los partidos políticos puede verse, sobre todo en sociedades con altos niveles de desigualdad, agudizada por una crisis de representatividad del propio Estado entendido como burocracia al servicio del bienestar general. Lo que pone en crisis la representatividad del Estado es la todavía vigente sujeción y reproducción de lógicas autoritarias que vulneran derechos. Si durante los regímenes dictatoriales latinoamericanos el Estado violaba con su acción, ahora el desafío es que el Estado no viole derechos por omisión.
Considero necesario mencionar que la financiación del Estado está vinculada a este debilitamiento o fortaleza del Estado como potencia. La configuración de la política fiscal del Estado se encuentra determinada en buena medida por sus posibilidades recaudatorias. Un sistema tributario regresivo y pro-cíclico pone en jaque las opciones de políticas públicas necesarias para garantizar el ejercicio de los derechos no sólo civiles sino además económicos y sociales, sobre todo en los momentos en los que la coyuntura internacional impone límites serios al crecimiento económico.
La concepción que tengamos como sociedad del equilibrio político, económico y social – en otras palabras, “democrático”- determinará en buena medida el rumbo a seguir en las sociedades que sufren hoy todavía los coletazos de un paradigma neoliberal en decadencia que desconoce las señales de sus propias contradicciones al tiempo que levanta otros muros, no muy distintos de aquel que cayó en 1989.
La necesidad de un cambio se cierne sobre el mundo en su totalidad, los estragos ecológicos no son más que un espejo de lo que supimos conseguir. Las transformaciones no son fáciles y las posibilidades de un cambio de rumbo demandaran de nosotros que primero nos liberemos de una lógica de miedo que lleva a la parálisis recesiva, el endeudamiento inútil alimentado por un ansia absurda, la violencia histérica y la inmadurez colectiva.
La salida, imagino, tomará una forma más definida una vez que consigamos salir de la lógica de las finanzas, de la especulación, de los circuitos de poder mundial que arrodillan a los países con endeudamiento externo, que parece que es financiero, pero es sumamente político, porque es el instrumento que usan para condicionar las políticas soberanas de los países. Transformar las instituciones globales generando nuevos marcos jurídicos para modificar las estructuras institucionales del neoliberalismo y que continúan vigentes – la iniciativa de conseguir una regulación común en el marco de la ONU para la reestructuración de deudas soberanas y evitar la inestabilidad generada por el despropósito de sentencias de un poder judicial en colusión con los intereses “buitre” no es más que una de las encrucijadas-. En este último aspecto es donde se encuentran los principales desafíos a afrontar en el futuro si lo que se busca es avanzar hacia una sociedad más igualitaria, defendiendo los derechos de aquellos más desprotegidos y promoviendo formas sustentables en lo relativo a consumo, inversión y crecimiento económico.
Diego Abad Cash