Decía Churchill, en el contexto de la Primera Guerra Mundial, que la región de los Balcanes “tiene la tendencia de producir más historia de la que puede consumir”. 

No sabemos si el histórico estadista británico auguraba tantos acontecimientos como los que posteriormente se dieron en la zona, pero sí que conocía que por su complicada posición geográfica, su condición de enclave y su mezcla étnica, delimitar y controlar las fronteras en los Balcanes sería un reto para todo aquel que lo intentase en el futuro.

Durante la cruenta Guerra de los Balcanes, siendo Bosnia el principal foco de atención, Kosovo quedó en un segundo plano. Tanto fue así, que tras su desenlace, los Acuerdos de Paz de Dayton de 1995 no abordaron el estatus de esta región. Esta situación de incertidumbre desembocó en 1999 en el consabido conflicto de Kosovo, que finalizó con la intervención de la OTAN y en 2001 con el Proceso de Estabilización y Asociación, quedando la administración de la zona en manos de la OTAN y de la Misión de Administración Provisional de las Naciones Unidas (MINUK).

En 2008, tras siete años de indeterminación política, Kosovo, con el apoyo de Estados Unidos y la mayor parte de los países integrantes de la UE, declaró unilateralmente su independencia. Pero el camino hacia la independencia no era tan sencillo: Rusia se negaba a aceptar el reconocimiento y en consecuencia su veto en el seno de las Naciones Unidas impidió a los kosovares obtener el estatus de país miembro de la ONU.

Ni la historia ni el presente de Kosovo se puede entender sin la influencia de Serbia, ni el futuro político de ésta se puede comprender sin la solución a la cuestión del reconocimiento. En el marco de su procedimiento de adhesión a la Unión, Bruselas exige a Serbia el reconocimiento. El Gobierno de Nikolic se niega, argumentando, además de sus cuestiones internas, que no se les puede exigir una política exterior común si aún hay cinco países miembros (entre los que se encuentra España) que no han reconocido a Kosovo como Estado independiente.

No obstante, la situación pareció cambiar en 2013: Belgrado aceptaba el acuerdo para el diálogo con Pristina y el 21 de agosto entraba en vigor el Acuerdo de Estabilización y Asociación. A pesar de ello, las tensiones no han acabado por el momento.

Para entender el contexto del conflicto es necesario plantearse cuáles son los motivos por los que Serbia se niega al reconocimiento de Kosovo. Remontándonos a la Guerra de los Balcanes, el auge en el poder del movimiento pan-serbio con Slobodan Milosevic a la cabeza significó la expansión de la idea de que había crear la “Gran Serbia”. Dentro del territorio que comprendía este concepto nacionalista se encontraba la región de Kosovo, habitada en su mayoría por albano-kosovares que negaban la pertenencia de la zona a Serbia y demandaban su independencia.

Además, otra dificultad añadida a estos hechos es la existencia de la provincia autónoma de Kosovo y Metohija. La zona al norte del río Ibar, que de facto pertenece a Kosovo, formalmente es provincia de la República de Serbia y su administración es conducida por la MINUK. Esta presencia en la frontera de la región divide a la población e impide a Serbia reconocer la independencia de Kosovo entendiendo que ese territorio les pertenece. Así al menos lo han especificado siempre los poderes políticos serbios, incluso en el contexto de las Conversaciones de Viena en 2005, cuando el por aquel entonces primer ministro serbio Kostunica declaraba lo siguiente: “cualquier decisión sobre Kosovo debe hacerse dentro de Serbia, en el marco de la autonomía de Kosovo y Metohija dentro de Serbia, mientras que otras decisiones sólo pueden ser especificaciones de estas”.

Pese a los avances logrados en 2013, el conflicto siguió vigente. En noviembre de ese año se celebraban las elecciones locales en la región serbia de Kosovo. Marcadas por la poca participación que se estaba dando, un grupo de radicales dinamitaron la jornada electoral obligando a parar la votación y destrozando las urnas.

No fue un hecho aislado. A pesar de que Serbia pretendía que 2014 funcionara como trampolín para el comienzo del proceso de adhesión a la UE, la situación con Kosovo ha empeorado. Un clima de tensión proveniente de ataques aislados a población serbia en Kosovo y Metohija; y a albano-kosovares en Serbia central, y avivado con el incidente en el partido de clasificación para la Eurocopa que disputaban Serbia y Albania, cuando la incursión de un dron con la bandera nacionalista albana provocó un enfrentamiento dentro del campo y una crisis diplomática fuera de él. Esta crisis llegó a sus máximos el 10 de noviembre de este mes, cuando la visita a Belgrado del primer ministro albanés, Edi Rama, terminó con discusión entre éste y su homólogo serbio, Aleksandar Vucic. El detonante fue la mención de Rama a la necesidad de que Serbia reconociera Kosovo, lo que fue considerado por Vucic como una provocación a aquellos que tomaban el papel de anfitrión en la reunión.

La normalización de relaciones entre Belgrado y Pristina es una condición a cumplir para que Serbia logre una eventual adhesión a la UE. Aunque las negociaciones parecían ser el comienzo del cumplimiento de estos requisitos, la situación política dice lo contrario. La tensión bilateral y la compleja administración de la zona son muros infranqueables para un país que se sigue viendo dividido entre su herencia y su futuro.

Con el Gobierno de Serbia manifestando casi a diario su intención de conseguir la adhesión en 2020, su política interior, su relación con Rusia y la negación al reconocimiento de Kosovo parecen demasiadas asignaturas pendientes. Un difícil trilema a resolver con la presión de seguir en el olvido de la Comunidad Internacional, de continuar flotando a la deriva en un mundo que avanza y que no espera a nadie.

Curro Sánchez